jueves, agosto 05, 2010

La idea a confrontar, a actuar, a crear, a saborear!!!

Genotexto de

EL BANQUETE

Actor 1:
- La presencia irremediable,

la intromisión de un cuerpo humano en el espacio
genera desde diferentes visiones la aceptación irrevocable de un destino, su destino.
Un cuerpo es en relación a su contexto:
perseguido
mutilado
observado
controlado
coaccionado
Un cuerpo involuntario, como su razonamiento;
o voluntario al fin, en presencia de su desnudez de conocimiento
Yerto, abatido, flanqueado de impulso creativo
No crea

No crear es una medida comprobable de inmovilidad plena.
El ser que no crea no evoluciona.

El poder tan temido!
Del que no tenemos noticias, mas que aquellas de la pura sospecha
No podemos identificarlo.
No sabemos identificarlo.
No nos dejan identificarlo.
Recurrimos así a nuestra búsqueda identitaria, a repetir y repetir todos los
modelos impuestos, las valoraciones establecidas y terminamos engañados.
En guerras,
invasiones,
ambiciones terribles,
atrosidades comunes y naturalizadas.
Hace un tiempo, no muy largo vi a un grupo de hombres de tez morena, con banderas de una cruz roja reconocida (la que llevaba Colón en sus carabelas, las que están en todos los libros de historia de todas las escuelas)Desnudar a otros hombres también de tez morena, Latinoamericanos al igual que ellos. En la Plaza de Chuquisaca, les obligaron a quemar sus banderas (la Wilpala) los azotaron, les obligaron a cantar un himno y se burlaron de ellos, en presencia de todo un gentío.
No había allí ningún enemigo presente, no estaba allí el poder tan temido. Pero si el miedo, el control del miedo.
EL terror de morir, naturalmente.
El terror que sufrían aquellos que hostigaban, que lo realizaban para ejercer su miedo, el miedo de éstos al movimiento.
A reconocer, reflexionar, a comprender que eran ellos mismos controlándose
persiguiendo a aquel que no seguía el mandato del poder,
el poder del miedo tan temido por unos y por otros.

(Juego de espejos, los actores hacen gestos de furia, miedo y terror)

Actor 2:
- Vamos a invitarlos a este banquete...
a esta comilona tragicómica
Re crearemos con la mayor eficacia, los intricados caminos de la degustación de los alimentos diarios. En rituales conocidos, rituales cotidianos, trataremos de descubrir allí al señor del poder, el director de las mentes estancadas, de los cuerpos inmóviles e unidireccionales.
La risotada esconderá el abismo...
El llanto descubrirá la delgada línea del corazón destruido.
EL drama convivirá con el hombre para ponerlo en funcionamiento, el teatro golpeará las puertas para escapar del cuerpo.
La comunión será al fin el destino de estas almas, de estos seres,
comiendo,
deglutiendo
una luz será encontrada o extraviada en el fondo...

(un actor (Servero) sirve el vino en copas, un segundo actor (el notarial) sirve bocadillos.
Entra un mujer en un perfecto vestido rojo.

La Gula (caníbal?)
Servero ( nos sirve de su mano)
La presencia de una persona en el infierno no es casual. Han venido hasta acá por siglos, infinito, ab eternum, continuamente... Vamos a ver esta silueta, llega hasta mí, se mucho de ella, la veo deslizarse y se comenta entre sus pasos, se devela.

El notarial
(Le sirve una copa de vino, está en una mesa pequeña) – Sírvase, la estábamos esperando

La muchacha
Perdón?

e. n.
Ya sabe... eso de qué...

l.m.
No entiendo, tengo algo que mostrarle

e.n.
Las indicaciones, el prospecto general. Un papelito que se carga entre las manos y que pesa como un...

l.m.
Pecado? Es eso no? Ahora que lo veo me doy cuenta. Estoy en el....

e.n.
En el infierno, círculo 4, Los gulosos. Tome la copa, levántela desde la base, gírela suavemente de lado a lado, que el vino no se escape del cristal, acerque su nariz, sienta el aroma. Luego saboree el instante en su boca, busque, asocie los gustos e ingiera profundamente.

l.m.
Es dulce, recuerdo la última vez que tomé algo así.

e.n.
Eso es, justo así.

l.m.
Fue cuando estábamos de regreso de un viaje muy largo, habíamos robado ese vino de una alacena antigua en una bodega de Mendoza.

e.n.
Es el último recuerdo que va a tener, será su última copa de vino. Pase, siéntese a la derecha de la mesa, enseguida vendrán los otros. El oficiante de esta celebración aun no ha llegado. Pero por la hora supongo que no tardará más...

l.m.
El papelito dice que... Bueno, usted ya sabe lo que dice... Puede ser que esté tan mal? Creí mil veces que mi condena sería otra... Como una especie...

e.n.
Avance por favor, puedo hacerlo mientras habla, la voy a escuchar desde acá, no se preocupe que la voy a escuchar.

l.m.
Una especie de azotes en el culo, aunque no lo hice mucho, pero la maldita culpa me agobiaba. Es decir tantas mujeres y tantos hombres y eso de que el culo...

e.n.
Si, si, lo sé.

l.m.
Bueno, por las noches o mejor dicho al levantarme a darme un baño, recaí mil veces en la ducha y pensé que mi condena sería un hombre bestial que me daría azotes en el culo y luego me penetraría, o sea. Me imaginaba al infierno como un deleite de los sentidos mas promiscuos y que no alcanzaría a esa saciedad de mi deseo, que al fin me pondría vieja, vieja e infinita y que después ya no me daría el cuerpo y lo desearía tanto. Que eso sería mi peor condena, me entiende no?

e.n.
Si, pero usted está aquí por lo que comió. Y sabe cuanto comió?

l.m.
No! Eso no, no lo comprendo... mi marido también me lo decía. Pero se equivocaba.

e.n.
Querida condenada señora, su marido no se equivocaba, aunque solo él tenía en mente una idea bastante superficial, es decir comer hasta saciarse es un paso, luego viene a uno esa concurrencia de gustos.

l.m.
Y cómo controlarlo, él me dejaba sola, con los chicos, que se duermen muy tarde. Debía esperar en mi cuarto hasta que ningún ruido se escuchara en la habitación contigua y luego penetrar hasta la cocina; una vez allí...

e.n.
Silencio, allí viene el oficiante

l.m.
Puedo saber su nombre?

e.n.
Lo conocerá. El nombre no es un dato importante (Se pierde hacia atrás, en una sala contigua, numeroso cadáveres son sacrificados: aves, peces, corderos, siervos...)




Saboreamos todo, nos regocijamos, seguimos comiendo hasta hartarnos y más!
Para nosotros el infierno esta servido
Cocinándonos
nos vamos devorando
(podrán las oscuras cavernas de la soledad resguardar a estos hombres?
Van desmembrando
Engullendo, asimilando, transformándose.
Es desesperado el grito. En una sala contigua, numeroso cadáveres son sacrificados: aves, peces, corderos, siervos...
Nada los sacia.
En una gran mesa los comensales mas extraños son servidos, los mozos aparentes servidores, ocultan personalidades descarnadas, genios humanos de la desdicha: Hitler, Medea.
La mesa es larga, ampulosa, barroca. En estricta etiqueta, los comenzales: Einstein, Frida, Gregorio Samsa, Sor Juana; son servidos. Discurren elementales definiciones que cambiaran el rumbo de la humanidad, ellos han sido invitados a esta mesa, a comerse al ser humano...)

Txt: La Divina Comedia
Espacio: central – ritual – circular
Imágenes: iluminación central sobre una columna roja.

El velorio (cotidiano realista impresionista):
En los encuentros de mis rituales,
la verdad me sabe a farsa, a concurrencia desgarrada de almas
que no pueden con su soledad. Vienen por la comida y esgrimen sus bajezas,
sus complacencias, sus pequeñas miserias.
Un velorio,
con un cadáver ya apunto de su putrefacción en la última noche de los nueve días de rezo; es impresión de sentidos,
juego de psicologías perturbadas,
pero que no se alejan de una cotidianeidad hiperrealista, casi rasgando
lo perturbador.
(el general yace en el cajón oscuro, oscuro por momentos.
A veces la casa se llena de murmullos, la concurrencia agitada conversa en los pasillos.
Dos amantes adolescentes se besan en el baño.
La matrona de la casa grita desde la cocina llamando a los parientes a servir el café, las galletas, la coca en bandeja acompañada de cigarrillos. Después vendrán las empanadas solo después.
Las amantes del General odian a la viuda, odian al general, lloran casi en tono de burla, la viuda se pregunta mil veces quienes son, lo sospecha. Pero mantiene el protocolo.
Los borrachos de la sala recuerdan un partido de fútbol inolvidable, fue su última alegría.
La hija del general nunca será la misma, sirve a la concurrencia y llora, hace muecas, desvaría y se desnuda ante la muchedumbre estupefacta que la reprende.)

Txt: improvisaciones
Espacio: interior living. Pequeño/atosiga
Imágenes: es un velorio en una casa con ventana.

Romance- cursilería-erotismo:
En el arte del desgajo, la arremetida de las caricias y el escabullirse hasta las sienes
de los aromas previos. Quiero saborearte!
Como en un cuento de Tununa Mercado o
un capítulo extraído de Como agua para chocolate o
un texto de autor jujeño invitado.
Llueve
Compartimos un chocolate, saboreamos unas galletas Oreo y nos besamos.

Txt: ?
Espacio: unipersonales en colaboración en el centro – reproducción en pantalla (fotodocumental-filmación)
Imágenes: Penumbras-piernas-espaldas-escotes-besos-lluvia.

La última cena:
El movimiento/la recaída/la traición/la mesa servida/la soledad.

Txt: la biblia
Espacio: Grande en continuo movimiento.
Imágenes: Servir la mesa – crucifixión – canto coral – danza macabra

Una tragedia
Txt: Juanjo y otros actores
Espacio: servir una gran mesa – movimientos libres y etéreos.
Imágenes: gran comilona – servidumbre – alegría

jueves, julio 29, 2010

EL MAESTRO APUNTA (Living Teatro)

R e v o l u c i ó n y C o n t r a r r e v o l u c i ó n_
(Fragmento de una canción-poema de Julian Beck)

...queremos
abrirles con filtros de amor
queremos
vestir a los parias
de lino y de luz
queremos
poner música y verdad
en la ropa interior
queremos
hacer que la tierra y sus ciudades resplandezcan
de creación
lo haremos
irresistible
hasta para los racistas
queremos llevar la fertilidad
a los glaciares
queremos cambiar
el carácter demoníaco de nuestros adversarios
en gloria productiva
queremos
cambiando el mundo
cambiar nosotros mismos
queremos
desembarazarnos
de nuestra propia corrupción
y a través del
proceso de la revolución
hallar
el ser
no
el morir
y hasta que
no lo logremos
la revolución no tendrá lugar

martes, julio 13, 2010

Entre la computadora y las ideas...




Un miradita a esa obra "A la mar, a la mar... Adónde está la mar?"

Las ilustraciones que también están en el libro son de SEBASTIÁN "EL KEU" VELÁSQUEZ.

miércoles, junio 30, 2010

EL PRIMER LIBRO DE TEATRO PARA NIÑOS EDITADO EN JUJUY

Este Lunes a las 16:30 hs en la Feria del Libro de Jujuy. Presentamos el libro, cuál se preguntarán?... Y acá les dejo un rastro de la idea por donde pueden ver lo que estamos haciendo...




LOS ESPERAMOS!

sábado, junio 26, 2010

Vengo llegando

En un lugar de la Puna, donde el tiempo tiene la medida justa!



Ahí nació mi vida..

jueves, junio 24, 2010

TARDENOCHE DE INVIERNO

David Bowie me relaja las heces perniciosas
de una tarde con ganas de asesinar...
La noche pretende ser menos densa, menos obscena
con toda esa naturaleza que evita mis descensos
la Luna se fija a alumbrarme mientras les escapo a las luces
Y ahí está!
la escritura también pega la vuelta.
Poco a poco vuelvo a reconciliarme con las letras...
Ayer! Terminé de escribir una obra y la poca vida que quedaba
respira
El tratado asesino devela a un artista.
"El artista del hambre", transformación, alienación, desencajo.
AL TEATRO
hay que volver!

sábado, junio 19, 2010

UNA EXTRAÑA SIMILITUD ENTRE ESTE ARTISTA Y EL SENTIMIENTO ACTUAL DE LAS COSAS...

Un artista del hambre de Franz Kafka


En los últimos decenios, el interés por los ayunadores ha disminuido muchísimo. Antes era un buen negocio organizar grandes exhibiciones de este género como espectáculo independiente, cosa que hoy, en cambio, es imposible del todo. Eran otros los tiempos. Entonces, toda la ciudad se ocupaba del ayunador; aumentaba su interés a cada día de ayuno; todos querían verlo siquiera una vez al día; en los últimos del ayuno no faltaba quien se estuviera días enteros sentado ante la pequeña jaula del ayunador; había, además, exhibiciones nocturnas, cuyo efecto era realzado por medio de antorchas; en los días buenos, se sacaba la jaula al aire libre, y era entonces cuando les mostraban el ayunador a los niños. Para los adultos aquello solía no ser más que una broma, en la que tomaban parte medio por moda; pero los niños, cogidos de las manos por prudencia, miraban asombrados y boquiabiertos a aquel hombre pálido, con camiseta oscura, de costillas salientes, que, desdeñando un asiento, permanecía tendido en la paja esparcida por el suelo, y saludaba, a veces, cortésmente o respondía con forzada sonrisa a las preguntas que se le dirigían o sacaba, quizá, un brazo por entre los hierros para hacer notar su delgadez, y volvía después a sumirse en su propio interior, sin preocuparse de nadie ni de nada, ni siquiera de la marcha del reloj, para él tan importante, única pieza de mobiliario que se veía en su jaula. Entonces se quedaba mirando al vacío, delante de sí, con ojos semicerrados, y sólo de cuando en cuando bebía en un diminuto vaso un sorbito de agua para humedecerse los labios.
Aparte de los espectadores que sin cesar se renovaban, había allí vigilantes permanentes, designados por el público (los cuales, y no deja de ser curioso, solían ser carniceros); siempre debían estar tres al mismo tiempo, y tenían la misión de observar día y noche al ayunador para evitar que, por cualquier recóndito método, pudiera tomar alimento. Pero esto era sólo una formalidad introducida para tranquilidad de las masas, pues los iniciados sabían muy bien que el ayunador, durante el tiempo del ayuno, en ninguna circunstancia, ni aun a la fuerza, tomaría la más mínima porción de alimento; el honor de su profesión se lo prohibía.
A la verdad, no todos los vigilantes eran capaces de comprender tal cosa; muchas veces había grupos de vigilantes nocturnos que ejercían su vigilancia muy débilmente, se juntaban adrede en cualquier rincón y allí se sumían en los lances de un juego de cartas con la manifiesta intención de otorgar al ayunador un pequeño respiro, durante el cual, a su modo de ver, podría sacar secretas provisiones, no se sabía de dónde. Nada atormentaba tanto al ayunador como tales vigilantes; lo atribulaban; le hacían espantosamente difícil su ayuno. A veces, sobreponíase a su debilidad y cantaba durante todo el tiempo que duraba aquella guardia, mientras le quedase aliento, para mostrar a aquellas gentes la injusticia de sus sospechas. Pero de poco le servía, porque entonces se admiraban de su habilidad que hasta le permitía comer mientras cantaba.
Muy preferibles eran, para él, los vigilantes que se pegaban a las rejas, y que, no contentándose con la turbia iluminación nocturna de la sala, le lanzaban a cada momento el rayo de las lámparas eléctricas de bolsillo que ponía a su disposición el empresario. La luz cruda no lo molestaba; en general no llegaba a dormir, pero quedar traspuesto un poco podía hacerlo con cualquier luz, a cualquier hora y hasta con la sala llena de una estrepitosa muchedumbre. Estaba siempre dispuesto a pasar toda la noche en vela con tales vigilantes; estaba dispuesto a bromear con ellos, a contarles historias de su vida vagabunda y a oír, en cambio, las suyas, sólo para mantenerse despierto, para poder mostrarles de nuevo que no tenía en la jaula nada comestible y que soportaba el hambre como no podría hacerlo ninguno de ellos. Pero cuando se sentía más dichoso era al llegar la mañana, y por su cuenta les era servido a los vigilantes un abundante desayuno, sobre el cual se arrojaban con el apetito de hombres robustos que han pasado una noche de trabajosa vigilia. Cierto que no faltaban gentes que quisieran ver en este desayuno un grosero soborno de los vigilantes, pero la cosa seguía haciéndose, y si se les preguntaba si querían tomar a su cargo, sin desayuno, la guardia nocturna, no renunciaban a él, pero conservaban siempre sus sospechas.
Pero éstas pertenecían ya a las sospechas inherentes a la profesión del ayunador. Nadie estaba en situación de poder pasar, ininterrumpidamente, días y noches como vigilante junto al ayunador; nadie, por tanto, podía saber por experiencia propia si realmente había ayunado sin interrupción y sin falta; sólo el ayunador podía saberlo, ya que él era, al mismo tiempo, un espectador de su hambre completamente satisfecho. Aunque, por otro motivo, tampoco lo estaba nunca. Acaso no era el ayuno la causa de su enflaquecimiento, tan atroz que muchos, con gran pena suya, tenían que abstenerse de frecuentar las exhibiciones por no poder sufrir su vista; tal vez su esquelética delgadez procedía de su descontento consigo mismo. Sólo él sabía -sólo él y ninguno de sus adeptos- qué fácil cosa era el suyo. Era la cosa más fácil del mundo. Verdad que no lo ocultaba, pero no le creían; en el caso más favorable, lo tomaban por modesto, pero, en general, lo juzgaban un reclamista, o un vil farsante para quien el ayuno era cosa fácil porque sabía la manera de hacerlo fácil y que tenía, además, el cinismo de dejarlo entrever. Había de aguantar todo esto, y, en el curso de los años, ya se había acostumbrado a ello; pero, en su interior, siempre le recomía este descontento y ni una sola vez, al fin de su ayuno -esta justicia había que hacérsela-, había abandonado su jaula voluntariamente.
El empresario había fijado cuarenta días como el plazo máximo de ayuno, más allá del cual no le permitía ayunar ni siquiera en las capitales de primer orden. Y no dejaba de tener sus buenas razones para ello. Según le había enseñado su experiencia, durante cuarenta días, valiéndose de toda suerte de anuncios que fueran concentrando el interés, podía quizá aguijonearse progresivamente la curiosidad de un pueblo; mas pasado este plazo, el público se negaba a visitarle, disminuía el crédito de que gozaba el artista del hambre. Claro que en este punto podían observarse pequeñas diferencias según las ciudades y las naciones; pero, por regla general, los cuarenta días eran el período de ayuno más dilatado posible. Por esta razón, a los cuarenta días era abierta la puerta de la jaula, ornada con una guirnalda de flores; un público entusiasmado llenaba el anfiteatro; sonaban los acordes de una banda militar, dos médicos entraban en la jaula para medir al ayunador, según normas científicas, y el resultado de la medición se anunciaba a la sala por medio de un altavoz; por último, dos señoritas, felices de haber sido elegidas para desempeñar aquel papel mediante sorteo, llegaban a la jaula y pretendían sacar de ella al ayunador y hacerle bajar un par de peldaños para conducirle ante una mesilla en la que estaba servida una comidita de enfermo cuidadosamente escogida. Y en este momento, el ayunador siempre se resistía.
Cierto que colocaba voluntariamente sus huesudos brazos en las manos que las dos damas, inclinadas sobre él, le tendían dispuestas a auxiliarle, pero no quería levantarse. ¿Por qué suspender el ayuno precisamente entonces, a los cuarenta días? Podía resistir aún mucho tiempo más, un tiempo ilimitado; ¿por qué cesar entonces, cuando estaba en lo mejor del ayuno? ¿Por qué arrebatarle la gloria de seguir ayunando, y no sólo la de llegar a ser el mayor ayunador de todos los tiempos, cosa que probablemente ya lo era, sino también la de sobrepujarse a sí mismo hasta lo inconcebible, pues no sentía límite alguno a su capacidad de ayunar? ¿Por qué aquella gente que fingía admirarlo tenía tan poca paciencia con él? Si aún podía seguir ayunando, ¿por qué no querían permitírselo? Además, estaba cansado, se hallaba muy a gusto tendido en la paja, y ahora tenía que ponerse en pie cuan largo era, y acercarse a una comida, cuando con sólo pensar en ella sentía náuseas que contenía difícilmente por respeto a las damas. Y alzaba la vista para mirar los ojos de las señoritas, en apariencia tan amables, en realidad tan crueles, y movía después negativamente, sobre su débil cuello, la cabeza, que le pesaba como si fuese de plomo. Pero entonces ocurría lo de siempre; ocurría que se acercaba el empresario silenciosamente -con la música no se podía hablar-, alzaba los brazos sobre el ayunador, como si invitara al cielo a contemplar el estado en que se encontraba, sobre el montón de paja, aquel mártir digno de compasión, cosa que el pobre hombre, aunque en otro sentido, lo era; agarraba al ayunador por la sutil cintura, tomando al hacerlo exageradas precauciones, como si quisiera hacer creer que tenía entre las manos algo tan quebradizo como el vidrio; y, no sin darle una disimulada sacudida, en forma que al ayunador, sin poderlo remediar, se le iban a un lado y otro las piernas y el tronco, se lo entregaba a las damas, que se habían puesto entretanto mortalmente pálidas.
Entonces el ayunador sufría todos sus males: la cabeza le caía sobre el pecho, como si le diera vueltas, y, sin saber cómo, hubiera quedado en aquella postura; el cuerpo estaba como vacío; las piernas, en su afán de mantenerse en pie, apretaban sus rodillas una contra otra; los pies rascaban el suelo como si no fuera el verdadero y buscaran a éste bajo aquél; y todo el peso del cuerpo, por lo demás muy leve, caía sobre una de las damas, la cual, buscando auxilio, con cortado aliento -jamás se hubiera imaginado de este modo aquella misión honorífica-, alargaba todo lo posible su cuello para librar siquiera su rostro del contacto con el ayunador. Pero después, como no lo lograba, y su compañera, más feliz que ella, no venía en su ayuda, sino que se limitaba a llevar entre las suyas, temblorosas, el pequeño haz de huesos de la mano del ayunador, la portadora, en medio de las divertidas carcajadas de toda la sala, rompía a llorar y tenía que ser librada de su carga por un criado, de largo tiempo atrás preparado para ello.
Después venía la comida, en la cual el empresario, en el semisueño del desenjaulado, más parecido a un desmayo que a un sueño, le hacía tragar alguna cosa, en medio de una divertida charla con que apartaba la atención de los espectadores del estado en que se hallaba el ayunador. Después venía un brindis dirigido al público, que el empresario fingía dictado por el ayunador; la orquesta recalcaba todo con un gran trompeteo, marchábase el público y nadie quedaba descontento de lo que había visto, nadie, salvo el ayunador, el artista del hambre; nadie, excepto él.
Vivió así muchos años, cortados por periódicos descansos, respetado por el mundo, en una situación de aparente esplendor; mas, no obstante, casi siempre estaba de un humor melancólico, que se acentuaba cada vez más, ya que no había nadie que supiera tomarlo en serio. ¿ Con qué, además, podrían consolarle? ¿Qué más podía apetecer? Y si alguna vez surgía alguien, de piadoso ánimo, que lo compadecía y quería hacerle comprender que, probablemente, su tristeza procedía del hambre, bien podía ocurrir, sobre todo si estaba ya muy avanzado el ayuno, que el ayunador le respondiera con una explosión de furia, y, con espanto de todos, comenzaba a sacudir como una fiera los hierros de la jaula. Mas para tales cosas tenía el empresario un castigo que le gustaba emplear. Disculpaba al ayunador ante el congregado público; añadía que sólo la irritabilidad provocada por el hambre, irritabilidad incomprensible en hombres bien alimentados, podía hacer disculpable la conducta del ayunador. Después, tratando de este tema, para explicarlo pasaba a rebatir la afirmación del ayunador de que le era posible ayunar mucho más tiempo del que ayunaba; alababa la noble ambición, la buena voluntad, el gran olvido de sí mismo, que claramente se revelaban en esta afirmación; pero en seguida procuraba echarla abajo sólo con mostrar unas fotografías, que eran vendidas al mismo tiempo, pues en el retrato se veía al ayunador en la cama, casi muerto de inanición, a los cuarenta días de su ayuno. Todo esto lo sabía muy bien el ayunador, pero era cada vez más intolerable para él aquella enervante deformación de la verdad. ¡Presentábase allí como causa lo que sólo era consecuencia de la precoz terminación del ayuno! Era imposible luchar contra aquella incomprensión, contra aquel universo de estulticia. Lleno de buena fe, escuchaba ansiosamente desde su reja las palabras del empresario; pero al aparecer las fotografías, soltábase siempre de la reja, y, sollozando, volvía a dejarse caer en la paja. El ya calmado público podía acercarse otra vez a la jaula y examinarlo a su sabor.
Unos años más tarde, si los testigos de tales escenas volvían a acordarse de ellas, notaban que se habían hecho incomprensibles hasta para ellos mismos. Es que mientras tanto se había operado el famoso cambio; sobrevino casi de repente; debía haber razones profundas para ello; pero ¿quién es capaz de hallarlas?
El caso es que cierto día, el tan mimado artista del hambre se vio abandonado por la muchedumbre ansiosa de diversiones, que prefería otros espectáculos. El empresario recorrió otra vez con él media Europa, para ver si en algún sitio hallarían aún el antiguo interés. Todo en vano: como por obra de un pacto, había nacido al mismo tiempo, en todas partes, una repulsión hacia el espectáculo del hambre. Claro que, en realidad, este fenómeno no podía haberse dado así, de repente, y, meditabundos y compungidos, recordaban ahora muchas cosas que en el tiempo de la embriaguez del triunfo no habían considerado suficientemente, presagios no atendidos como merecían serlo. Pero ahora era demasiado tarde para intentar algo en contra. Cierto que era indudable que alguna vez volvería a presentarse la época de los ayunadores; pero para los ahora vivientes, eso no era consuelo. ¿Qué debía hacer, pues, el ayunador? Aquel que había sido aclamado por las multitudes, no podía mostrarse en barracas por las ferias rurales; y para adoptar otro oficio, no sólo era el ayunador demasiado viejo, sino que estaba fanáticamente enamorado del hambre. Por tanto, se despidió del empresario, compañero de una carrera incomparable, y se hizo contratar en un gran circo, sin examinar siquiera las condiciones del contrato.
Un gran circo, con su infinidad de hombres, animales y aparatos que sin cesar se sustituyen y se complementan unos a otros, puede, en cualquier momento, utilizar a cualquier artista, aunque sea a un ayunador, si sus pretensiones son modestas, naturalmente. Además, en este caso especial, no era sólo el mismo ayunador quien era contratado, sino su antiguo y famoso nombre; y ni siquiera se podía decir, dada la singularidad de su arte, que, como al crecer la edad mengua la capacidad, un artista veterano, que ya no está en la cumbre de su poder, trata de refugiarse en un tranquilo puesto de circo; al contrario, el ayunador aseguraba, y era plenamente creíble, que lo mismo podía ayunar entonces que antes, y hasta aseguraba que si lo dejaban hacer su voluntad, cosa que al momento le prometieron, sería aquella la vez en que había de llenar al mundo de justa admiración; afirmación que provocaba una sonrisa en las gentes del oficio, que conocían el espíritu de los tiempos, del cual, en su entusiasmo, habíase olvidado el ayunador.
Mas, allá en su fondo, el ayunador no dejó de hacerse cargo de las circunstancias, y aceptó sin dificultad que no fuera colocada su jaula en el centro de la pista, como número sobresaliente, sino que se la dejara fuera, cerca de las cuadras, sitio, por lo demás, bastante concurrido. Grandes carteles, de colores chillones, rodeaban la jaula y anunciaban lo que había que admirar en ella. En los intermedios del espectáculo, cuando el público se dirigía hacia las cuadras para ver los animales, era casi inevitable que pasaran por delante del ayunador y se detuvieran allí un momento; acaso habrían permanecido más tiempo junto a él si no hicieran imposible una contemplación más larga y tranquila los empujones de los que venían detrás por el estrecho corredor, y que no comprendían que se hiciera aquella parada en el camino de las interesantes cuadras.
Por este motivo, el ayunador temía aquella hora de visitas, que, por otra parte, anhelaba como el objeto de su vida. En los primeros tiempos apenas había tenido paciencia para esperar el momento del intermedio; había contemplado, con entusiasmo, la muchedumbre que se extendía y venia hacia él, hasta que muy pronto -ni la más obstinada y casi consciente voluntad de engañarse a sí mismo se salvaba de aquella experiencia- tuvo que convencerse de que la mayor parte de aquella gente, sin excepción, no traía otro propósito que el de visitar las cuadras. Y siempre era lo mejor el ver aquella masa, así, desde lejos. Porque cuando llegaban junto a su jaula, en seguida lo aturdían los gritos e insultos de los dos partidos que inmediatamente se formaban: el de los que querían verlo cómodamente (y bien pronto llegó a ser este bando el que más apenaba al ayunador, porque se paraban, no porque les interesara lo que tenían ante los ojos, sino por llevar la contraria y fastidiar a los otros) y el de los que sólo apetecían llegar lo antes posible a las cuadras. Una vez que había pasado el gran tropel, venían los rezagados, y también éstos, en vez de quedarse mirándolo cuanto tiempo les apeteciera, pues ya era cosa no impedida por nadie, pasaban de prisa, a paso largo, apenas concediéndole una mirada de reojo, para llegar con tiempo de ver los animales. Y era caso insólito el que viniera un padre de familia con sus hijos, mostrando con el dedo al ayunador y explicando extensamente de qué se trataba, y hablara de tiempos pasados, cuando había estado él en una exhibición análoga, pero incomparablemente más lucida que aquélla; y entonces los niños, que, a causa de su insuficiente preparación escolar y general -¿qué sabían ellos lo que era ayunar?-, seguían sin comprender lo que contemplaban, tenían un brillo en sus inquisidores ojos, en que se traslucían futuros tiempos más piadosos. Quizá estarían un poco mejor las cosas -decíase a veces el ayunador- si el lugar de la exhibición no se hallase tan cerca de las cuadras. Entonces les habría sido más fácil a las gentes elegir lo que prefirieran; aparte de que le molestaban mucho y acababan por deprimir sus fuerzas las emanaciones de las cuadras, la nocturna inquietud de los animales, el paso por delante de su jaula de los sangrientos trozos de carne con que alimentaban a los animales de presa, y los rugidos y gritos de éstos durante su comida. Pero no se atrevía a decirlo a la Dirección, pues, si bien lo pensaba, siempre tenía que agradecer a los animales la muchedumbre de visitantes que pasaban ante él, entre los cuales, de cuando en cuando, bien se podía encontrar alguno que viniera especialmente a verle. Quién sabe en qué rincón lo meterían, si al decir algo les recordaba que aún vivía y les hacía ver, en resumidas cuentas, que no venía a ser más que un estorbo en el camino de las cuadras.
Un pequeño estorbo en todo caso, un estorbo que cada vez se hacía más diminuto. Las gentes se iban acostumbrando a la rara manía de pretender llamar la atención como ayunador en los tiempos actuales, y adquirido este hábito, quedó ya pronunciada la sentencia de muerte del ayunador. Podía ayunar cuanto quisiera, y así lo hacía. Pero nada podía ya salvarle; la gente pasaba por su lado sin verle. ¿Y si intentara explicarle a alguien el arte del ayuno? A quien no lo siente, no es posible hacérselo comprender.
Los más hermosos rótulos llegaron a ponerse sucios e ilegibles, fueron arrancados, y a nadie se le ocurrió renovarlos. La tablilla con el número de los días transcurridos desde que había comenzado el ayuno, que en los primeros tiempos era cuidadosamente mudada todos los días, hacía ya mucho tiempo que era la misma, pues al cabo de algunas semanas este pequeño trabajo habíase hecho desagradable para el personal; y de este modo, cierto que el ayunador continuó ayunando, como siempre había anhelado, y que lo hacía sin molestia, tal como en otro tiempo lo había anunciado; pero nadie contaba ya el tiempo que pasaba; nadie, ni siquiera el mismo ayunador, sabía qué número de días de ayuno llevaba alcanzados, y su corazón sé llenaba de melancolía. Y así, cierta vez, durante aquel tiempo, en que un ocioso se detuvo ante su jaula y se rió del viejo número de días consignado en la tablilla, pareciéndole imposible, y habló de engañifa y de estafa, fue ésta la más estúpida mentira que pudieron inventar la indiferencia y la malicia innata, pues no era el ayunador quien engañaba: él trabajaba honradamente, pero era el mundo quien se engañaba en cuanto a sus merecimientos.
*
Volvieron a pasar muchos días, pero llegó uno en que también aquello tuvo su fin. Cierta vez, un inspector se fijó en la jaula y preguntó a los criados por qué dejaban sin aprovechar aquella jaula tan utilizable que sólo contenía un podrido montón de paja. Todos lo ignoraban, hasta que, por fin, uno, al ver la tablilla del número de días, se acordó del ayunador. Removieron con horcas la paja, y en medio de ella hallaron al ayunador.
-¿Ayunas todavía? -preguntole el inspector-. ¿Cuándo vas a cesar de una vez?
-Perdónenme todos -musitó el ayunador, pero sólo lo comprendió el inspector, que tenía el oído pegado a la reja.
-Sin duda -dijo el inspector, poniéndose el índice en la sien para indicar con ello al personal el estado mental del ayunador-, todos te perdonamos.
-Había deseado toda la vida que admiraran mi resistencia al hambre -dijo el ayunador.
-Y la admiramos -repúsole el inspector.
-Pero no deberían admirarla -dijo el ayunador.
-Bueno, pues entonces no la admiraremos -dijo el inspector-; pero ¿por qué no debemos admirarte?
-Porque me es forzoso ayunar, no puedo evitarlo -dijo el ayunador.
-Eso ya se ve -dijo el inspector-; pero ¿ por qué no puedes evitarlo?
-Porque -dijo el artista del hambre levantando un poco la cabeza y hablando en la misma oreja del inspector para que no se perdieran sus palabras, con labios alargados como si fuera a dar un beso-, porque no pude encontrar comida que me gustara. Si la hubiera encontrado, puedes creerlo, no habría hecho ningún cumplido y me habría hartado como tú y como todos.
Estas fueron sus últimas palabras, pero todavía, en sus ojos quebrados, mostrábase la firme convicción, aunque ya no orgullosa, de que seguiría ayunando.
-¡Limpien aquí! -ordenó el inspector, y enterraron al ayunador junto con la paja. Mas en la jaula pusieron una pantera joven. Era un gran placer, hasta para el más obtuso de sentidos, ver en aquella jaula, tanto tiempo vacía, la hermosa fiera que se revolcaba y daba saltos. Nada le faltaba. La comida que le gustaba traíansela sin largas cavilaciones sus guardianes. Ni siquiera parecía añorar la libertad. Aquel noble cuerpo, provisto de todo lo necesario para desgarrar lo que se le pusiera por delante, parecía llevar consigo la propia libertad; parecía estar escondida en cualquier rincón de su dentadura. Y la alegría de vivir brotaba con tan fuerte ardor de sus fauces, que no les era fácil a los espectadores poder hacerle frente. Pero se sobreponían a su temor, se apretaban contra la jaula y en modo alguno querían apartarse de allí.

jueves, abril 01, 2010

La primera función del año!




Y se largo el año 2010 hace rato!
Y en ese límite difuso que siempre nos abre la ventana
venimos a mostrar nuestro teatro!

Desde el Barrio hasta la Quiaca!No vamos a descubrir nada ni a llevar espejitos!





DON CARNAVALITO DE DICIEMBRE A ENERO


Fiesta de cumple! Solo para amigos!


La última función del año, fue para hacer reír a los niños del Hogar Escuela!Que viva la escuela, libre y gratuita!




Entrega de premios Don Carnavalito'09



Estrictamente de etiqueta



La mas linda, también es la mas graciosa!